Apuntes para dos cuentos sin pretensiones

Son dos cuentos que nunca desarrollaré pero de los que quiero dejar un indicio público. Por no tener, no tienen ni título y, uno de ellos, el primero, ni argumento: se trata de un mero decorado sobre el que podrían proyectarse una comedia romántica, un drama redencionista o un thriller policíaco.

I.

En una sociedad futurista y, como se verá, distópica, se han conformado dos castas: amos y esclavos (aunque bien pudieran recibir otro nombre más eufemístico). Los amos constituyen el 80-90% de la población y viven en una despreocupada indigencia gracias a las rentas que obtienen del trabajo de los esclavos. Son seres infrahumanos que consumen sus días enredados en la marihuana, el alcohol, la videoconsola, la televisión basura y el pollo frito. Son obesos, gritones, maleducados y muy celosos de su privilegio.

Los esclavos sostienen materialmente dicha sociedad. En lo económico, viven apenas más desahogadamente que los amos. Pero el 90% del fruto de su trabajo les es expropiado para ser repartido entre la casta ociosa. La pertenencia a una y otra casta lo es por nacimiento, sin posibilidad alguna de redención. Los oficios, particularmente los más penosos, son obligatorios y —como se dice que ocurrió en las postrimerías del imperio romano— hereditarios.

II.

En una sociedad medianamente funcional, comienza a expandirse cierta especie de fundamentalismo moral. A cuentagotas al principio, con creciente frecuencia después, algunos de los individuos que protestan ese tipo de preceptos son cancelados. La cancelación implica la muerte civil de facto: aunque legalmente aún son ciudadanos de pleno derecho, nadie osa contratarlos, convocarlos o amigarse con ellos.

Los cancelados se convierten en parias de esa sociedad y comienzan a ocupar los barrios chabolistas de la periferia de las ciudades. Pero poco a poco, comienzan a montar sus propios servicios (un bar, una peluquería, etc.) que, obviamente, solo tienen como clientes a otros cancelados. Con el tiempo, esa otra economía de la cancelación crece y se vuelve más sofisticada: colegios, bancos, constructoras, viajes, universidades. Porque, al fin y al cabo, el temple moral y humano del cancelado está muy por encima del del moralista de visillo.

Andando el tiempo, la economía cancelada es más boyante que la ordinaria y muchos años después, apenas quedan unos cuantos no cancelados desarrapados gritándole a la luna en un par de parques de la ciudad. El día en que el último no cancelado muere, los noticieros hablan de otra cosa.