Cambios tecnológicos antes, cambios tecnológicos ahora
Hemos vivido muchos cambios tecnológicos: pasamos de no tener ordenadores, a que no faltasen en nuestros hogares; de no tener PCs, a pasar horas y horas diarias delante de uno; de no usar Word, a no escribir de otra manera; de no tener móviles a ¡qué puedo decir!; de no tener smartphones a no poder vivir sin ellos; de no tener vídeos, a coleccionar videotecas enteras de VHS; de no conocer el concepto, a usar el microondas a diario; de conocer las redes de ordenadores por programas de divulgación a estar todo el día enganchados a una wifi; etc.
Fueron todos cambios tecnológicos que ocurrieron más o menos rápidamente, que sustituyeron lo que no había por algo mucho mejor que la nada, que la gente entendió como positivos y que fueron adoptados de buena gana sin que los estados tuviesen una palabra en el asunto.
Los grandes cambios tecnológicos de hogaño —y me refiero, como se verá, a unos muy concretos—, sin embargo, tienen un cariz muy distinto por dos motivos relacionados. En primer lugar, reemplazan algo que ya existía y por algo peor y más caro: el hidrógeno verde, las energías renovables —aquí, con matices conocidos tanto del autor como del lector—, los coches híbridos y eléctricos, etc. son puros sucedáneos de otras tecnologías ya existentes y probadas. Que no dejan de tener sus problemas, sí, pero que no están muy lejos de estar agotadas.
En segundo, lugar, la transición se hace a regañadientes. En unas partes, por imperativo legal. En otras, solo subvención mediante. Hay interés del beneficiario, pero solo en tanto que se lo incentiva pecuniariamente.
Si el estado hubiese prohibido la importación de PCs hace 40 años, la gente los habría adquirido de contrabando. Pocos, a precio de oro, perseguidos por la guardia civil, comprados nocturna y alevosamente, pero habrían llegado, sin duda, merced a un mercado negro. Si hoy el estado, simplemente, decidiese dejar de subvencionar, dudo que entrase a la península un solo panel solar que no fuese el de las Casio.
Hay buenos motivos para que sea así. Además, sin duda, es una política que, hasta cierto punto, tiene respaldo democrático. Pero habrá que ver hasta qué punto y durante cuánto tiempo podrán los estados mantener en vilo un mercado nacional entero a fuerza de subvención. Habida cuenta, además, las enormes distorsiones económicas que crean las únicas medidas de las que es capaz el estado por su propia naturaleza: las top-down.