¿Toda inmigración tiene efectos positivos sobre la economía?
[Aquí reproduzco un pequeño artículo que escribí, se conoce, en junio del 2018 para vaya a saber uno que fin, que he encontrado haciendo limpieza del disco duro y que reproduzco aquí por si a alguien le pudiera resultar de provecho.]
Existe una encomiable corriente dentro de la economía y la ciencia política modernas en favor de la toma de decisiones basadas en evidencias. Sus defensores sugieren la realización de experimentos piloto y la evaluación a posteriori de las distintas políticas para poder tomar las medidas correctoras adecuadas. En definitiva, proponen un sistema de prueba y error, en continua exploración y valoración de posibles alternativas en busca de la mejora continua.
En El retorno de los chamanes, Víctor Lapuente contrapone los chamanes a los exploradores. Los exploradores, los defensores de esa nueva forma de implementar políticas públicas, tienen su némesis en los chamanes, los políticos de la vieja escuela, que afrontan los problemas desde posiciones ideológicas a priori, inasequibles a la evidencia de su fracaso (cuando este sucede). La zeitgeist sopla en favor de los exploradores. Sobre todo por las exigencias de las sociedades modernas: las grandes ideas están ya en marcha, las instituciones fundamentales del estado funcionan y la fruta madura que cuelga de las ramas más bajas del árbol está toda ya recogida. Pero no faltan oportunidades para introducir ajustes aquí o allá en pro de la eficacia en las que los posicionamientos ideológicos tienen poco que aportar. No obstante, los chamanes están lejos de extinguirse; de hecho, Lapuente advierte del peligro de que estén de vuelta.
Efectivamente, lo hacen; y lo hacen, con frecuencia, disfrazados de exploradores. Precisamente porque los datos y su análisis cuantitativo no dejan de ser otro mecanismo discursivo que puede torcerse y retorcerse, como la antigua casuísitica de los jesuitas, tanto para probar como refutar cualquier cosa. Aunque considerada mala práctica, torturar los datos hasta que canten no deja de ser la rutina de ciertos estadísticos, económetras y otros profesionales de lo cuantitativo. Además, con cierta habilidad se los puede hacer no solo cantar, sino cantar lo que a uno le parezca más conveniente.
Respecto al asunto de la inmigración se ha escrito desde infinidad de puntos de vista. Voy a aparcar la mayor parte de ellos (los étnicos, los religiosos, los morales, etc.) y centrarme en los que se refieren a la conveniencia (o no) de la sociedad de acogida de recibir inmigrantes desde la óptica del impacto económico. Y lo haré desde la sorpresa que me ha producido la avalancha de noticias acerca de la bondad no solo de la inmigración sino de cualquier tipo de inmigración y cómo, además, el argumento quiere sostenerse en estudios, en evidencias estadísticas. A modo de meme, personas de las que se esperaría una aproximación más crítica no tienen empacho en afirmar que todos los estudios demuestran un impacto económico positivo de la inmigración —de todo tipo de inmigración, recuérdese—, sobre las sociedades de acogida (véase, por ejemplo, esto o esto).
Yo no sé si están en lo cierto o no. De hecho, me gustaría que fuese tal como dicen. Sería estupendo poder mandar los Hércules del Ejército del Aire a Ghana, Perú o Papúa Nueva Guinea, llenarlos con quienquiera que se preste a embarcar, traerlos a Torrejón y verlos convertirlos en probos ciudadanos de Cuenca gracias a los taumatúrgicos poderes transformadores que el hecho de cambiar de país haría descender sobre los inmigrantes, siempre según la literatura que citan aquellas fuentes. Pero no estoy convencido. Y no estoy convencido por las fisuras que advierto en dicha literatura. Así que voy a exponer una serie de argumentos que ponen en cuestión el discurso basado en datos que utilizan.
En primer lugar, advierto que dentro esa pretendida avalancha de estudios acerca de episodios de inmigración en sociedades modernas siempre citan los mismos tres o cuatro ejemplos: los pies negros franceses (Yves Saint Laurent era uno de ellos), los judíos rusos que emigraron a Israel en los noventa (clases medias y altas, con un nivel de formación elevado), los marielitos y poco más. Son casos muy concretos, específicos y difícilmente extrapolables a otros contextos mucho más próximos y relevantes.
Además, el inmigrante y, en particular, el inmigrante económico, elige destinos con una economía en alza. La inmigración es una variable endógena con respecto al crecimiento económico y mejoras en el mercado de trabajo; es decir, igual que se pretende que la inmigración puede explicar la evolución positiva de las otras variables, podría argüirse que son las otras las que explican la primera. Los económetras usan subterfugios de diversa naturaleza con los que, dicen, pueden deslindar unos y otros efectos. Pero por mucho que lo pretendan, esos mecanismos están muy lejos de los estándares de identificación de efectos causales que se exigen en las ciencias naturales (por ejemplo, en la determinación de si cierto medicamento es efectivo para cierta enfermedad). Como se ha hecho constar más arriba, existen multitud de opciones de modelización que permiten a la vista de unos datos, extraer unas conclusiones o las contrarias bajo la apariencia de haber seguido un exquisito y aséptico sendero metodológico.
Se cita por ahí algún estudio más próximo a nuestras latitudes, como el de Carrasco et al. (2008), que analiza el efecto de la inmigración en España en la segunda mitad de los 90. Pero en él, como en tantos otros, se define como inmigrante a quienquiera que posea nacionalidad extranjera. Es curioso que este artículo replica métodos de otro anterior realizado en EE.UU. que estudiaba el efecto de los inmigrantes en la economía y el mercado de trabajo de dicho país en una época precisamente en la que yo figuraba como tal. Allí estábamos el impacto de mi trabajo y yo siendo promediado con millones de otros, cada uno con sus peculiaridades, para redundar en un efecto global no malo. En el caso español, por supuesto, se promedia el impacto económico de los futbolistas extracomunitarios o los ingenieros noruegos aquí asentados con el de otros cuyas actividades fueron muy del interés de la Guardia Civil primero y de Instituciones Penitenciarias después. Si el promedio resultó positivo o no muy negativo lo fue por la particular proporción de unos y otros y no del presunto beneficio de todo tipo de inmigración.
Circula un chiste según el cual, un estadístico, en presencia de un hombre que se ha comido un pollo y otro que no se ha comido ninguno, afirma que, en promedio, ambos se han comido medio. Quienes en presencia de cierta inmigración que aporta y cierta inmigración que detrae van y dicen que, en promedio, la inmigración es ligeramente positiva incurren en el mismo error. John Wanamaker, pionero del márketing, dijo una vez: la mitad del dinero que gasto en publicidad no vale para nada; el problema es que no sé qué mitad. Sobre la inmigración podría decirse algo parecido. Con la diferencia de que no estamos faltos de indicios sobre cuál es la mitad que menos aporta.
Finalmente, igual que el impacto de la población inmigrante es desigual, también lo es sobre la población de acogida. Aunque el primero, en promedio, fuese neutral, es indudable (y así lo subrayan también bastantes estudios, entre los que cabe mencionar este) que no todos se ven afectados de la misma forma. Tienden a beneficiarse más las clases más pudientes, las empresas, las personas con formación elevada; y tienden resultar perjudicadas las de menos recursos (de ahí que se haya dicho que ser racista es de pobres). El jubilado alemán que hemos visto citado en la prensa española se queja de cómo le han venido diciendo durante años que no hay recursos para subirle la pensión mientras observa cómo sí parece haberlos para acoger a cientos de miles de solicitantes de asilo. Y él y otros como él han encumbrado a Trump en un sitio y están a cerca de acabar con el gobierno de Merkel en otro. Desafortunadamente, estos votantes no solo no leen las publicaciones académicas buenistas y puede que solo sepan una cosa pero, como el erizo de Isaiah Berlin, la saben bien.
¿Qué podemos concluir? En primer lugar, que se nos vienen unos chamanes disfrazados de exploradores que esgrimen el discurso de moda, el (presuntamente) basado en evidencias, con el que tratan de desbaratar cualquier conato de pensamiento crítico. Muy sospechosamente, además, nos presentan selección de evidencias cuantitativas perfectamente alineadas con los postulados apriorísticos de quienes opinan sobre el asunto de la inmigración desde determinadas posturas morales fácilmente reconocibles. Pero se trata de evidencias que, leídas con detenimiento, generan más incertidumbres que certezas.
Podría ser, vamos a concederlo, que estuviesen en lo cierto: que abrir las fronteras tiene un pequeño efecto positivo o, en el peor de los casos, no particularmente negativo sobre la economía. Así que si las abrimos, poco sería lo que ganaríamos. Pero, ¿y si las abrimos y resulta que se han equivocado y los efectos acaban siento negativos o, incluso, muy negativos? ¿Sería sensato implementar este tipo de políticas cuando en el mejor de los casos el beneficio es nulo y, en el peor, catastrófico? La asimetría de las hipotéticas recompensas invita a desoír los argumentos en pro de la apertura de las fronteras a cierto tipo de inmigración. Al menos, desde la perspectiva de la que se ocupa este artículo.