Ensayo de una definición de mérito con lejanas reminiscencias termodinámicas

Vuelvo al asunto del mérito (vs suerte), que ya traté en otra ocasión, y que habrá de servirme de apoyo en una entrada futura sobre el asunto. Porque pensando sobre ella he venido a darme cuenta de que no cuento con una definición satisfactoria de mérito en las coordenadas desde las que se escriben estas páginas.

Mérito se suele contraponer a la suerte, aunque sea implícitamente, como en el siguiente fragmento (extraído del enlace anterior):

Nadie es merecedor ni de su dotación genética ni de la familia que lo acoge. Precisamente por eso tenemos el deber inexcusable de la solidaridad.

En nuestras sociedades, en nuestro día a día, suceden cosas: abrimos la nevera y hay fruta; pulsamos un botón y se enciende una luz, etc. Muchas de esas —por ejemplo, las dos que menciono— no suceden por azar. Son producto de una cadena de acciones premeditadas, muchas de ellas muy costosas, en las que intervienen multitud de actores debidamente orquestados.

Para que se produzcan esos pequeños milagros a los que estamos tan malacostumbrados, han de completarse felizmente multitud de pequeñas acciones meritorias que no suceden porque sí. De hecho, necesitamos ese encadenamiento de microméritos ya no solo para poder disfrutar de las comodidades de la vida moderna sino para, simplemente, subsistir.

Por eso nos esforzamos en buscarlos y cuando, si tenemos suerte, los encontramos, los premiamos.

El mérito es un ingrediente primordial del éxito de una sociedad. Por eso, también, socialmente lo fomentamos —retribuciones, becas, premios—. Y por eso también formamos y premiamos a la gente capaz de producir más microméritos.

Es cierto que nadie niega el mérito. Particularmente, nadie lo haría en los términos que planteo aquí. Pero sí que se adivinan ciertos afanes por desincentivar el mérito, por reducir la retribución con que la sociedad habría de premiarlo, etc. con muy preocupantes —y esto será objeto de una entrada futura— consecuencias potenciales.