Todo es igual y la culpa, en gran medida, es de la regulación

Todo es igual y la culpa, es, en gran medida, de la regulación.

Supongamos que el ayuntamiento de Madrid decide un día que es en el interés de la ciudadanía que las tortillas de patata que sirven los restaurantes de la capital cumplan ciertos requisitos. Requisitos mínimos, dicen, para tranquilizar. Para ello convoca una comisión de expertos que redacta una ordenanza en la que se enumeran minuciosamente las características con las que ha de contar una genuina tortilla capitalina.

Las cocinas de los bares y restaurantes de Madrid comienzan a comprobar que sus recetas —sea por el tamaño, el grado de cocción, el contenido de aceite, etc.— incumple la norma. Se lanzan a experimentar y no dan con ninguna combinación que cumpla todos los requisitos. Hay hasta quien opina que jamás podrá obtenerse una receta conforme: cumplir el artículo 7 dificulta grandemente alcanzar los objetivos marcados en los 25, 47 y 93; se sospecha que adecuarse a los requisitos de los artículos del tercer título elevaría el coste del pincho de tortilla por encima de los 10 euros, un precio que haría el producto inviable; etc.

Hasta que en una cantina de Carabanchel, alguien, por azar, da con la tecla: consigue una tortilla de patata que satisface todas las restricciones que les impone la nueva ordenanza a un precio que solo duplica el tradicional. La receta se extiende rápidamente y en unas semanas, todos los restaurantes de Madrid ofertan réplicas exactas de aquella primigenia tortilla carabanchelera.

Es posible seguir experimentando y buscar otras combinaciones que las satisfagan igualmente, pero el incentivo es pequeño: no hay más que pensar en la cantidad de huevos, patatas y aceite que habría que invertir en las probaturas. Además del riesgo regulatorio de que a un inspector municipal con poca querencia por las novaturas, Los inspectores tienen que aprobar las nuevas recetas, tienden a dar por buenas las que siguen la receta de Carabanchel pero les supone un trabajo adicional tener que verificar una nueva.

El resultado es una aburridora homogeneidad tortillera.

Un paseo por los nuevos barrios de Madrid recuerda a algo de lo que la historia de la tortilla es alegoría. A la gente le gustan barrios como el Centro, Salamanca, Chamberí. Sin embargo, la arquitectura de esos barrios, casi seguro, no pasaría el filtro de las nuevas ordenanzas urbanísticas. Aquello que le gusta a la gente está prohibido. Lo único que parece estar permitido —dado que todo lo nuevo es igual— es un urbanismo y una arquitectura de copia y pega que calca —quiero pensar— el primer modelo que recibió el parabién del ayuntamiento por encajar en el bienintencionado plan urbanístico vigente.

Etc.