El postmodernismo como la filosofía de y para funcionarios

Buscándola, no he encontrado una larga y sesuda entrada que planeé hace un tiempo sobre el posmodernismo y mis crecientes simpatías hacia dicho movimiento. Lo que me hae pensar que fue una ensoñación, un mero bosquejo mental que nunca llegué a plasmar por escrito.

Vaya por delante que apenas tengo conocimiento directo del posmodernismo. Apenas he leído a alguna de sus principales figuras directamente. Fundamentalmente, he aprendido sobre él a través de sus críticos, especialmente en las ciencias duras, como Sokal. Entiendo que eso sesga y condiciona mi opinión sobre el asunto.

Así las cosas, me habría convertido en otro crítico más del movimiento posmodernista. Pero lejos de eso, mis lecturas sobre el asunto no han dejado de acrecentar mi interés por él. Cierto que algunos de los pensadores posmodernos estaban como una cabra —como no dejan de recordarnos sus críticos—, pero algunas de las ideas que infunden el movimiento son valiosas para entender lo que nos rodea —parecería casi un chiste decir aquí el mundo—. Particularmente, el autor se ha hecho fan de Bruno Latour y no de otra manera que, precisamente, leyendo a quienes pretendían refutar sus ideas.

¿Cómo entiendo yo el posmodernismo? Como la filosofía del funcionario (podría haber elegido la palabra burócrata, pero usaré funcionario en lo que sigue). Para el funcionario lo que el mundo sea realmente es irrelevante. Él ve normas y reglamentos, discursos. En su día a día de la covachuela, ve circular discursos en todas direcciones: solicitudes, resoluciones, circulares, etc. totalmente autorreferenciales y con una muy problemática vinculación con la realidad del mundo. Esos discursos, además, no fluyen de manera independiente del poder: la dirección de su flujo y su relevancia vienen determinados por este.

Mucha gente solo opera, ciertamente, en un mundo en el que los elementos fundamentales son esos: discursos y fuentes de poder. Esa gente puede ignorar —o dejar en un segundo plano; o, incluso, negar— el mundo real. ¿Pertenece a este, por ejemplo, la gripe? Efectivamente, pero esta solo es relevante en tanto que si la contraes, alguien tiene que tratarte; pero el que alguien te trate o no depende exclusivamente de discursos y relaciones de poder. Unos podrán acceder a esos remedios y otros no: el criterio depende de papeles que circulan en oficinas donde alguien tiene la autoridad para dar un visto bueno a algo. Las cosas del mundo real —como los remedios para la gripe— existen o no existen, pero no tienen una importancia secundaria.

Bajo cierto punto de vista, no se le puede negar diversidad humana al grupo de las principales figuras del pensamiento posmo. Pero no sé si habrá habido alguna vez alguno que no fuese funcionario de carrera. Una lectura en diagonal de la biografía de Foucault muestra cómo desde niño, desde que comenzó a realizar exitosamente sus exámenes de reválida, toda su carrera consistió en escribir cosas —p.e., esos exámenes— que leía gente que tenía la potestad de hacer que otras cosas ocurriesen. El posmodernismo habría sido otra cosa de tratarse de un movimiento intelectual de granjeros, oftalmólogos, o gentes de algún gremio en el que se opera directamente sobre las cosas que pueblan el mundo.

Dicho lo cual, el valor fundamental del posmodernismo reside precisamente en que proporciona un marco para entender esa creciente dimensión burocrática y funcionarial de la actividad de todos nosotros. Los ingenieros no realizan medidas y resuelven ecuaciones para determinar los requisitos de resistencia estructural de un edificio sino que consultan muy convenientemente las tablas correspondientes del código de edificación. Etc. El otro día hubo un apagón en España y uno de los grandes debates es precisamente acerca de la distancia —muy posmoderna— entre la regulación del operador de la red de alta tensión y las características reales del sistema de generación de electricidad. De todos modos, si finalmente ruedan cabezas, será casi seguro por haberse detectado una desviación entre lo que se hizo y lo alguna norma decía que tenía que haberse hecho, independientemente de si esta última fue redactada para gestionar una red que existía hace veinte años y hoy ya no.

Dicen que el movimiento posmo está de capa caída. Tal vez en el ámbito académico, que premia la originalidad y en el que no se pueden pasar 50 años dándole vueltas a un mismo asunto. Pero como mecanismo explicativo de las cosas que pasan, goza de buenísima salud.