La palabra riqueza, acompañada de un adjetivo, deja de ser riqueza, pierde su sentido literal. Lo cual no es nuevo: ocurre en cierto modo con todo uso metafórico del lenguaje. Pero, me temo, demasiada gente lo toma demasiado al pie de la letra. Espero que nos demos cuenta de ello antes de que echemos mano a la nevera y esté vacía.
La competencia es sana. Puede que el sector bancario en España esté excesivamente concentrado. Algunos protestan. Pero la vida de las empresas que operan en mercados de competencia perfecta es nasty, brutish and short.
¿Queremos que la vida de nuestros bancos sea corta? ¿Queremos que algunos quiebren de vez en cuando? ¿Queremos, por tanto, competencia perfecta en el sector bancario?
La banca es, por lo tanto, particular. Estabilidad bancaria y competencia son objetivos ambos deseables pero no alineados y que exigen un trade off.
Hay una teoría trucha sobre las causas de inflación —y también sobre los ciclos económicos— que la asocian a cambios de preferencias por parte de la población. La califico de trucha por varios motivos: no está generalmente aceptada por el consenso de los economistas y ni explica ni puede explicar ciertos y muy destacados episodios inflacionarios (e hiperinflacionarios). Pero que, sin duda, explica parte del que vivimos actualmente.
La idea básica es que un cambio drástico en las preferencias de los consumidores pueden dar lugar a tensiones inflacionarias.
La “greedflation” es una seudoexplicación causal de la inflación: a las empresas, de repente, les da por subir precios más o menos simultáneamente y eso desemboca en una espiral inflacionista. Se trata de una teoría muy arraigada en ciertos sectores ideológicos.
Así por ejemplo resume la prensa los motivos detrás de la creación del nuevo Observatorio de Beneficios Empresariales:
El propio secretario de Estado de Economía, Gonzalo García, avanzó en el Congreso de los Diputados que el objetivo era lanzar el observatorio antes del final de junio y, salvo sorpresa de última hora, se cumplirá con el plazo.
Dizque las redes sociales tienen éxito por su caracter adictivo: se ha escrito mucho al respecto y no merece la pena abundar en ello. Las redes sociales, además, son muy democráticas: un click, un voto; tanto da el de Agamenón como el de su porquero. El click —o la impresión, para el caso—, además, está sumamente devaluado por dos motivos: que hay muchos y que la tecnología no es capaz de discriminar satisfactoriamente; de hecho, la tecnología es prácticamente incapaz de separar humanos de bots.
Esta entrada es producto de una breve iluminación ocurrida mientras leía un manualillo de urbanismo. Como en casi toda esa literatura se habla de tecnologías para acompañar a las ciudades en su crecimiento.
Tiene que haber una literatura extensísima sobre cómo crecer.
Pero de poco le va a servir a los técnicos cuando se enfrenten (p.e., en Asturias) al problema contrario: cómo ir achicando.
Hace falta una literatura que nos explique cómo ir cerrando escuelas y hospitales, demoliendo barriadas, clausurando núcleos de población, desmantelando infraestructuras, etc.
Sí, la selectividad es el dilema del prisionero a diecisiete bandas. No hay mucho más que decir al respecto. Los incentivos determinan una matriz 17x17 muy obvia de premios y castigos. Los agentes —económicos, políticos, educativos, etc.—, hayan o no leído sobre Nash y demás, juegan lo que les conviene.
Visto de otra manera, es el estado incurriendo en los llamados fallos del mercado y, en particular, instigando una autoinfligida race to the bottom.
Una empresa, un agente económico, tiene delante un mercado y puede plantearse si tratar de satisfacer a la moda o a la cola. A CocaCola no le queda otro remedio que tratar de ser inmensamente popular y gustar a todos; sin embargo, Alfonso Mejía Hostelería S.L. puede plantearse abrir un restaurante de insectos: si en una ciudad de tres millones de habitantes existe un 0.1% interesado en la empanada de coleóptero, puede vivir lindamente.
Existe una moda popular en ciertos sectores ideológicos que cosiste en evaluar los efectos sobre la actividad económica de la regulación al peso. Un ejemplo de ello puede verse aquí. Se trata de un estudio en cuyas conclusiones se dice (con mi subrayado):
Nuestro análisis econométrico apunta a un efecto negativo de la complejidad regulatoria por sector en la eficiencia económica. Por ejemplo, nuestras estimaciones muestran que cada norma adicional promulgada tiende a disminuir la participación del empleo en un 0,7 por ciento.
Si ayer hablaba sobre la conveniencia de ampliar la acción del estado a ámbitos que parecen no importar demasiado, hoy, con esta noticia delante vuelvo a prestar atención a la otra frontera.
El artículo es una anécdota que ejemplifica una categoría entera. Trata de cómo AENA, una empresa pública semicotizada, ha fracasado en una serie de licitaciones por, precisamente, estar sujeta a la norma estatal —mucho más exigente que la mercantil— a la hora de subcontratar.
Poca gente racional —aquí, racional significa algo así como sinceramente adscrita a la epistemología bayesiana— pone en duda el papel relevante del estado en la mitigación de los efectos de los fallos del mercado.
Uno de ellos —y del que se habla demasiado poco— tiene que ver con las copias de seguridad. Es evidente que:
La gente es mucho menos sistemática con ellas de lo que debiera. Todos tendríamos mucho que ganar si ocurriese lo contrario.
Para quién me lea desde lejos o mucho después: en estos días se ha sabido que Ferrovial, una de las principales empresas constructoras (y de gestión de infraestructuras, debería añadir) quiere mudarse a Holanda.
Se ha escrito mucho la respecto, pero he echado en falta dos cuestiones importantes.
Para ilustrarlos, es conveniente repasar los conceptos de pozo y barrera de potencial, ilustrados en el siguiente gráfico:
Una partícula preferirá situarse en el derecho que en el izquierdo.
Hay quienes piensan que, ya que toca trabajar, no está mal hacer dinero con ello. O hacer lo suficiente trabajando lo mínimo. En definitiva, lograr más con menos esfuerzo. Quienes conozcan a personas movidas por tal principio oirán de ellas mencionar —entre otros, claro— el concepto de la escalabilidad. Es escalable aquello que una vez da servicio a una persona, puede darlo también a cien, mil o un millón por el mismo esfuerzo (o similar).