Sobre la bioética

En esta entrada voy a seguir la que creo que es la nomenclatura más comúnmente aceptada: me referiré a la moral como el comportamiento observado de los agentes —sean estos personas, la mafia, un claustro de profesores o el cuerpo de bomberos— y a la ética como el estudio teórico de dichos comportamientos, sea cual fuere su naturaleza.

Es tentador para los estudiosos de la ética buscar reglas formales, sean estas de carácter normativo o puramente descriptivo. En tales casos, la ética opera de una manera similar a como lo hacen las ciencias positivas:

La búsqueda de reglas morales implica dar con principios que describen y justifican correctamente un número lo suficientemente alto nuestras intuiciones morales como para tener la confianza necesaria para aplicarlos en casos problemáticos. (Fuente)

Es decir, todos tenemos intuiciones sobre qué comportamientos son correctos y la ética busca modelos que, aplicados mecánicamente a situaciones X, proporcionen respuestas morales Y compatibles con dichas intuiciones. Si uno de tales modelos es satisfactorio (p.e., el kantiano no hagas a los demás lo que no querrías que te hiciesen a ti) en un número suficiente de casos, puede proponerse como ley general con la pretensión de extenderla o extrapolarla a todos. El estudio de los edge cases, los contraejemplos, como el famoso dilema del tranvía operan como piedra de toque popperiana para validar la universalidad de los principios. Universalidad que, por otra parte, es paradójicamente dependiente de esas intuiciones morales, a la vez individuales, subjetivas e históricas.

Las intuiciones morales, vistas con la suficiente perspectiva histórica, son relativamente constantes. Cambian, sí, y han cambiado bruscamente en periodos de cambios materiales igualmente bruscos. Por ejemplo, el paso en apenas un par de generaciones de una sociedad eminentemente rural y agrícola en otra urbana e industrial y, luego, postindustrial, ha cambiado nuestras intuiciones sobre los animales: pasaron a ser instrumentos (como un arado o una azada) a convertirse en mascotas y, para muchos, sujetos de derechos. Pasamos de cuidarlos como quien cuida de una acequia o un hacha a considerarlos poco menos que conciudadanos (a los que, como consecuencia, está cada vez peor visto comerse).

Existe una estrecha relación entre la lenta evolución de las intuiciones morales a lo largo de la historia con la vocación de permanencia de los principios que alientan a las instituciones que durante mucho tiempo han gobernado el ámbito de la moral: las religiones y las iglesias. Incluso cuando estas han operado de manera revolucionaria (véase la sección S2 The Churches’ Marriage and Family Program de The Origins of WEIRD Psychology, que describe la lenta redefinición del concepto de familia promovida por la iglesia Católica a lo largo de la alta edad media), las implementaciones han sido lentas, azarosas e incompletas.

Sin embargo, actualmente, el papel antes reservado a la iglesia a la hora de resolver ciertos dilemas morales ha sido reasignado a los llamados bioeticistas. Pero los biotecistas conforman un peculiar gremio con incentivos desalineados con respecto a la tarea a la que pretendidamente se encomiendan:

Como casi todos los expertos en ética son académicos, tienen que publicar. Para ello, tienen que ser originales. Pero como los principios básicos de la ética no han cambiado apenas en los últimos milenios y son casi universalmente conocidos y aceptados, apenas existen incentivos para revisarlos críticamente. (Fuente)

Las consecuencias, por doquier.