Sobre el cambio climático

Now, given that humans are competitive social animals, it would be surprising if we chose this one arena—national politics—to suddenly live up to our altruistic ideals. (The Elephant in the Brain)

En esta entrada voy a volcar una serie de reflexiones sobre el cambio climático. Vaya por delante, en todo caso, que:

  • Soy de los que dan por buena la evidencia científica acerca de ciertos cambios, casi seguro debidos a la acción del hombre, tales como el aumento global de las temperaturas.
  • Tengo cierta querencia por el principio de prudencia tanto en este como en muchas otras coyunturas en que es de aplicación.

No obstante, mis convicciones están sembradas de caveats de las que quiero dar cuenta aquí.

I.

La actividad humana ejerce presión sobre un sistema complejo, el sutil tejido de equilibrios medioambientales, y qué duda cabe que con efectos tanto esperados como inesperados. La ciencia trata de medirlos y proyectar su previsible evolución futura. Nos advierte además de cuáles pueden ser las consecuencias, sobre todo las más perniciosas; porque, ténganse muy en cuenta, cambio —climático o de otra naturaleza— es solo cambio, un movimiento hacia lo distinto, sea este mejor o peor. Entendiéndose por mejor/peor lo que frecuentemente se olvida: que son etiquetas que se asignan como resultado de un problemático promedio de los impactos, seguro que asimétricos, sobre los agentes de involucrados.

El primer problema asociado al estudio científico del cambio climático ha sido y sigue siendo su sospechoso parecido con la seudociencia. Hemos aprendido criterios para distinguir ciencia y seudociencia; hemos aprendido, por ejemplo, que las ciencias hacen predicciones falsables; hemos aprendido que las seudociencias suelen ser ominiexplicativas a toro pasado. Pero hemos visto, por un lado, cómo la ciencia del cambio climático hizo multitud de predicciones no solo falsables sino manifiestamente falsas hace ya años para los que ahora corren. Y, por otro, cómo no hay mayo ventoso, abril florido y hermoso o marzo lluvioso sobre el que la ciencia del cambio climático no alegue un ya lo advertí; pues no, no lo advirtió, simplemente lo adscribió a la unicausa una vez ocurrido.

Cierto que la ciencia del cambio climática es compleja. Estudia una causa que puede tener muchos efectos. Pero se arroga una prerrogativa muy conveniente: siendo tan complejo predecir efectos futuros, ¿por qué le parece tan simple y automático asignar causas a los efectos pasados? ¿Por qué todo lo raro es automáticametne cambio climático? ¿Cuándo fue la última vez que un científico después de una gran nevada a destiempo, por ejemplo, pide que se le conceda tiempo para ponderar si es atribuible al cambio climático o a cualquier otra circunstancia dada la “evidente complejidad y caracter poliédrico” de la cuestión? ¿Cuándo se manifestó un científico para corregir con indignación a algún periodista cuando tomó en vano el nombre del cambio climático?

Mal servicio se le hace a la causa de la ciencia en estos tiempos de rampante escepticismo.

II.

El segundo de los problemas asociados al estudio científico del cambio climático tiene que ver con el entrecruzamemiento con la dimensión política del asunto y, en particular, por la manera en que ha tomado partido más allá de sus competencias naturales.

Porque el asunto del cambio climático tiene una segunda dimensión no científica: la de qué hacer como sociedad y como individuos frente a él. En concreto, hasta qué punto estamos dispuestos a sacrificar bienestar seguro hoy a cambio de —en el pésimo de los casos— supervivencia mañana. Se trata de una pregunta muy relacionada con la mucho más pedestre de hasta qué punto estamos dispuestos a comer fruta y no tarta hoy —una satisfacción segura e inmediata— a cambio de una mejor salud dentro de muchos años; su respuesta —obviamente, muy variable de individuo a individuo— es muy reveladora de la tesitura moral de los sujetos a los que se plantea la otra. En particular, la segunda dimensión incumbe no al Hombre o a la Sociedad sino a los individuos que uno se tropieza en las reuniones de escalera, en los corrillos del café, en las reuniones familiares de navidad. Sí, incluso a esos que se pasan una hora hablando en voz alta por el móvil en el AVE.

Hay que tener en cuenta que los efectos perniciosos del cambio climático habrán de ocurrir, de hacerlo, cuando los que estamos ahora vivos ya no existamos. Tal vez lo hagan nuestros hijos o nietos, pero muchos —hay que decirlo también— no los tienen. A mucha gente se le piden sacrificios en nombre de los nietos aún por venir de los demás. Habrá incluso quien se encuentre en la tesitura de, por un lado estar en pleitos muy agrios con sus hijos y, por el otro, se esté exigiendo pagar más cara la gasolina en aras de garantizarles un aire más respirable dentro de cincuenta años.

El tema del cambio climático, más allá de las cuestiones meramente científicas, deviene una cuestión eminentemente política en la que hay agentes con intereses racionales mutuamente incompatibles y con horizontes temporales distintos entre los que se cuentan las personas con hijos, las personas sin hijos y las instituciones (incluidos los estados), con pretensiones de inmortalidad. Es ilógico esperar entusiasmo frente a las medidas mitigadoras del cambio en los individuos; de hecho, podría no considerarse siquiera racional. En nuestras democracias, el votante mediano ha demostrado un absoluto desinterés —¿racional?— por lo que pueda acaecer con las generaciones futuras, endosándoles, por ejemplo, el pago de nuestros actuales niveles de bienestar en forma de deuda pública o mostrando la mayor apatía por la sostenibilidad de las pensiones, por citar dos ejemplos. ¿Por qué deberían preocuparle unos cuantos graditos Celsius de más o de menos en 2075?

Aquí la opinión del autor es clara: es perfectamente racional dar la razón a la ciencia en términos de la descripción de lo que está ocurriendo y es perfectamente racional al mismo tiempo hacerle caso omiso a la hora de tomar decisiones al respecto dependiendo del contexto de cada uno. De otra manera no funcionaría el chiste de aquel condenado a muerte que soplaba la espuma de la cerveza que le había sido concedida como último deseo porque era mala para el hígado.

III.

Pero eso en cuanto a los individuos, cuyo horizonte temporal es finita. Pero los estados aspiran a sobrevivir a perpetuidad: ¿en qué constitución se prevé la disolución del estado como si fuese este una especie de contrato al uso (de alquiler, laboral, etc.)?

En este caso concreto, da la impresión de que los estados han optado por jugar sus cartas al margen de las soberanías populares que los sustentan y, así, han ido todos a París a firmar acuerdos que comprometen a sus nacionales, pero sin contar con ellos. A diferencia de lo que ocurrió, por ejemplo, con aquel proyecto de constitución europea, que cosechó tantos referendos adversos que acabó… ¿dónde?

Queda por ver si podrán implementar esos compromisos a la vista de revueltas tales como la de los chalecos amarillos en Francia u otras que jalonan el corto y proceloso periodo de implementación de medidas de fiscalidad medioambiental; o la disciplina del mercado (y la misma fragilidad de los ecosistemas económicos) cuando se pretendan sustituir unos combustibles ya existentes por otros verdes mucho más caros —piénsese en el hidrógeno verde—, etc.

IV.

Las consecuencias de todo lo anterior son tres:

  • Una erosión más —y tal vez conveniente— del procedimiento democrático por el que los estados hurtan el control de la ciudadanía y la expresión de su voluntad en las cuestiones y políticas concretas concernientes al cambio climático.
  • Una deslegitimización de la ciencia, que pasa de ser un instrumento neutral de conocimiento a convertirse una vez más en un instrumento de legitimación de determinadas decisiones políticas.
  • Una polarización creciente alrededor de dos racionalidades enfrentadas: la racionalidad científica por un lado y, por el otro, la racionalidad ética del sujeto de carne y hueso en unos términos análogos a los descritos por J.C. Scott en Seeing Like a State.

Coda

A los pocos días de publicado lo anterior se dio a conocer el artículo The Economic Geography of Global Warning que amplía varios de los puntos discutidos más arriba en un espíritu similar. El lector impaciente encontrará un breve resumen que recoge los puntos más relevantes del artículo aquí.