Sobre el estudio "Diversidad y libertad: Reducir la segregación escolar respetando la capacidad de elección de centro"
En esta entrada voy a aportar unos comentarios personalísimos al el estudio Diversidad y libertad: Reducir la segregación escolar respetando la capacidad de elección de centro recientemente publicado por EsadeEcPol. Por personalísimos quiero dar a entender que como pater familias y con un vástago en edad preescolar, el tema me afecta directamente; como también lo hace indirectamente como miembro más o menos circunstancial de la sociedad a la que se dirige el estudio.
Lo he leído con interés decreciente: mi interés por su contenido ha ido menguando según avanzaba en su lectura en la medida de que se ha ido poniendo de manifiesto que no está dirigido ni a mí ni a ninguno de quienes se encuentran en mi situación, sino directa e inequívocamente a las administraciones públicas responsables de las políticas educativas. Casi como leer una carta de un vecino caída por error en tu buzón.
En ningún punto del estudio se me ofrecen consejos a mí, padre, sobre la mejor educación de mi hijo o sobre cómo elegir colegio. A lo más, recibo velados reproches por pretender primar egoístamente la educación del mío sobre los intereses de un hipostasiado, hipotético, platónico, ideal hijo promedio de una hipostasiada, hipotética, platónica e ideal familia media.
A mí me interesarían mucho más, lo admito, estudios donde se discutiesen los siguientes problemas:
- Habida cuenta de mis restricciones financieras ¿cuál es la estrategia óptima para sortear las políticas restrictivas de la libertad de elección de centros que imponen las administraciones públicas?
- Habida cuenta de la —¿premeditada?— opacidad existente sobre las características de los centros educativos, ¿cómo se puede identificar el más conveniente para mi hijo? ¿De dónde y cómo se puede obtener tal información?
Queda manifiestamente claro que mis objetivos son irreconciliablemente opuestos a los que plantean los autores del estudio: ellos llamarían éxito a que mi hijo cediese un punto si con ello mil ganasen una centésima. Así es como se siente el utilitarismo a pie de calle.
Pero incluso dejando de lado los aspectos subjetivos, el estudio adolece de un problema muy común a muchos otros de las ciencias sociales: partir de unos presupuestos antropológicos torcidos. Este estudio asume los siguientes:
- Todas las familias tienen el mismo interés por la educación de sus hijos.
- Solo se distinguen por su renta; más en concreto, en la posibilidad de hacer uso de la libertad de elección de manera efectiva, apoyándose para ello en una cita de Isaiah Berlin: ¿Qué es la libertad para aquellos que no pueden usarla? Sin las condiciones adecuadas para el uso de la libertad, ¿cuál es el valor de ésta?
Y esta visión es manifiestamente falsa. Hay gente al la que la educación (la propia y la de sus hijos) no le importa, literalmente, una mierda. No lo sé porque me lo hayan contado sino porque la mitad de mi familia —la rama materna— es así y lo he vivido durante años. Ahora soy capaz de detectar esta actitud, creedme, de lejos; prácticamente, la huelo.
Yo, que no tengo ningún interés por el golf, nunca juego al golf; nunca, de hecho, he jugado. Pero si fuese obligatorio jugar al golf todos los sábados por la mañana, obviamente me dirigiría al campo más cercano a casa, el que me resultase más cómodo personarme y, si me obligasen, haría como que persigo una bola blanca con un palo. Si me diesen más libertad para elegir un campo más cuidado, sin tanto dominguero, con el césped en mejores condiciones, no la aprovecharía. Si me diesen 200 euros al mes para poder trasladarme a otro mejor pero más alejado de mi casa, me los gastaría en otra cosa. Si me obligasen a gastármelos en equipo para jugar al golf, vería la manera de revenderlo luego por Wallapop.
Mientras, otra gente se trasladaría cienes de kilómetros sábado tras sábado —¡y también los domingos!— para disfrutar de campos magníficos donde hacer las cosas que hacen los aficionados al golf y que no sé bien en qué consisten.
Si se retrotrae la sustancia de la anterior alegoría al ámbito de la cuestión de estas líneas, se obtiene un marco de postulados más coherente con la realidad que se observa desde mi ventana en Lavapiés —o la de aquella en el barrio donde crecí, que se llamaba, imaginad, por qué, Arrabal—.
No se entiende el artículo desde los presupuestos antropológicos que plantea. Es un —otro— non sequitur que nos regalan las ciencias sociales. De sus planteamientos no se siguen los males que se diagnostican. Así que si sus remedios llegan a aplicarse y funcionan, será, si acaso, de casualidad.