Tres perspectivas sobre el asunto de la meritocracia

Retomo el debate sobre la meritocracia, que ya ha aparecido en estas páginas en un par de ocasiones previas menos por gusto que por necesidad. Desgraciadamente, existe hoy en día y, al menos, en la parte del globo que habito, un preocupante debate al respecto que nos obliga a reflexionar, posicionarnos y, por supuesto, en el ámbito de nuestra esfera privada y familiar actuar en consecuencia.

Lo que quiero dejar descritas hoy son tres posturas que he identificado acerca de la meritocracia. No quiero, de todos modos, negarme a pensar que pueda haber otras o que un par de las que considero no puedan considerarse variantes o, al menos, mutuamente compatibles. Las quiero denominar postura metafísica, cuantitativa y pragmática.

La metafísica tiene una clara adscripción cristiana: somos hermanos, hijos de un mismo Padre. Por eso somos esencialmente iguales y cualquier diferencia que pueda encontrarse entre nosotros es producto del azar: por azar son unos altos y otros bajos, por azar tenemos o no inclinación para las matemáticas, por azar nacimos en una familia con posibles, etc.

Evidentemente, todos somos muy distintos. Pero en virtud de aquel triple salto mortal intelectual deducimos que todos habríamos de ser iguales. Y si bien cada uno persigue —y en la medida de sus capacidades, alcanza— los objetivos que se plantea (montar en bicicleta por el monte, tener muchas parejas sexuales, ganar mucho dinero, acrecentar la cultura propia, etc.), los principios morales y la acción política que habría de emanar de ellos tendría que conducirnos a remediar la disparidad de resultados.

Curiosamente, además, de todos los posibles objetivos potenciales que las personas son libres de plantearse, los defensores de esta postura metafísica hacen hincapié en los económicos: de entre todas las cosas que cabría repartir, solo el dinero parece importar.

No hay que negarle ciertos méritos a la postura metafísica. Es evidente que el hecho de nacer en uno u otro barrio condiciona seriamente las posibilidades de éxito —al menos, el económico— en la vida. Siendo uno uno y sus circunstancias y no habiendo podido elegir muchas de estas, bien podría hablarse de una cierta injusticia original que justificasen ciertos mecanismos de redistribución. Pero la hipostatización hasta las últimas consecuencias —tal como se estila con creciente frecuencia— de la postura metafísica conduce a absurdos muy contraproducentes para la salud de tanto de las sociedades donde ocurre el fenómeno en general y como de sus miembros en particular.

La segunda visión sobre la meritocracia tiene fundamentos distintos y tiene dos atributos definitorios. El primero es que reconoce el valor del mérito y su función clave para la supervivencia de nuestras sociedades, tal como se planteó aquí: el mérito es valioso y hay que fomentarlo. El segundo es su aproximación cuantitativa: el objetivo aquí no consiste en reprochar el efecto cuasimetafísico de la causalidad sino en tratar de deslindar lo que es debido al azar y lo que cabe atribuir al mérito en un determinado éxito (o fracaso). Sabemos que ambos factores influyen en los resultados finales, pero no siempre es sencillo atribuir correctamente lo que se debe a uno u otro. Puede leerse más al respecto aquí o aquí.

La última es mucho más pragmática y, si se quiere, empírica: parece que los datos respaldan que las sociedades y los individuos —y, muy en particular, los niños— que valoran el mérito tienen mejores desempeños en esas métricas que son las que al final importan. Aunque —por qué no concederlo— el mérito fuese una ficción metafísica, creer en él funciona. Así, aunque estuviésemos convencidos de esa presunta verdad de que el mérito es un mito, sería reprochable no ocultárselo a nuestros vástagos y no educarlos como si el mérito fuese tan real como la fuerza de la gravedad.

Para la mayoría de nosotros, la primera aproximación no es, a efectos prácticos, sino un tema para conversar con determinados tipos de amigos, un motivo de entretenimiento trivial para pasar el tiempo. La segunda, culturilla general sobre cómo funcionan las cosas y sobre cómo debieran actuar ciertas personas a cargo de determinadas palancas que no nos pertenecen. Solo la tercera tiene efectos prácticos y tangibles en el día a día de quienes más somos y es la que hemos de tener más presente.